Mi abuelo me contaba siempre que si no hubiera sido el hijo menor (cuatro hermanos y cuatro hermanas, sin contar los que murieron justo después del parto), nunca habría encontrado a mi abuela y yo, probablemente, nunca habría nacido.
Cuando todos sus hermanos eran adolescentes, se mudaron a Estados Unidos para encontrar un futuro mejor, trabajar y crear su propia familia, realizando el “sueño americano” que muchos italianos tenían en los años Cincuenta. Así, cuando mi abuelo creció, sus padres le dijeron que no podía hacer lo mismo que sus hermanos, que se habían ido a la ventura a otro continente, sino que tenía que quedarse en Polignano a Mare para gestionar los bienes familiares, trabajando la tierra y cuidándolos a ellos, ya ancianos. Así que aquí empieza la historia.
Hace más de un siglo, a los diecisiete años, mi bisabuelo Cosimo dejó su pueblo natal, donde se vivía en condiciones de miseria, para mudarse a Nueva York, donde encontró un trabajo como jefe de carpinteros en una empresa de construcciones. Algunos años después, regresó a Italia y se casó con Rosa. Al cabo de muy poco tiempo, nació su primera hija que, a los seis meses, emprendió su primer viaje: los tres subieron al barco Colombo que los llevó a América. Allí nacieron otros tres hijos. La familia, tras las primeras dificultades principalmente debidas a la adaptación a la nueva lengua y cultura, vivían en un barrio poblado por italianos y se sintieron bien acogidos por la población nativa. Por eso, cuando mi bisabuelo quiso regresar a Polignano porque su padre estaba enfermo, su mujer Rosa no quería que la familia entera se mudara otra vez, porque la vida allí era mucho mejor de la que había en el pueblo, donde se podía vivir solo trabajando la tierra. A final de los años Veinte, todos regresaron a Italia, también porque eran los años de la mafia de Al Capone y mis bisabuelos temían por la vida de sus hijos.
En Polignano nacieron otros cuatro hijos y la familia vivía en una condición de bienestar gracias al dinero ganado en Estados Unidos, país que mi bisabuela echaba mucho de menos. Por eso, al terminar la guerra, empujó a sus hijos a mudarse otra vez a Nueva York, porque la vida allí ofrecía mejores oportunidades y porque también eran ciudadanos americanos. No tuvieron dificultades en adaptarse, encontraron trabajo y se casaron con parejas italianas, a las que conocieron en los barrios de emigrantes connacionales. Todos se quedaron allí, construyeron sus familias, que ahora viven repartidas por todos Estados Unidos y sueñan ver un día el lugar donde todo empezó, ese pueblito de Apulia que todo el mundo envidia.
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